martes, 6 de diciembre de 2016

CAPERUCITA ROJA

Perrault sólo dulcificó terribles leyendas medievales. El bosque representaba lo prohibido, lo inhóspito, lo malvadamente contrario a la aldea y al poblado. Allí, en la frondosidad de parajes inexplorados, habitaban demonios. Lobos, animales de cuatro cabezas, gnomos, raíces de belladona...
 Caperucita sin dulcificar es invitada antes de 1.600 a probar carne y sangre humana. Sangre de su abuela, cuerpo ofrendado al paganismo insólito de los monstruos. Perrault, sin saberlo, la fastidió. Se puso al lado del bien, amagó contra la bestia indomable caníbal que podía arrastrar a la chica hacia el frenesí sexual. Desbarató el bosque dotándolo de amables pájaros que trinan  perfección divina. Colocó a sus personales policías, los cazadores, justicieros, carceleros, matarifes de maldades, privándonos del goce de la insurrección. Al azucarar la leyenda, dio pié a que cualquier idiota subvencionara un mundo idílico, conformista, ordenado y adocenado. Desde entonces y, salvo excepciones que confirman la regla, el pasteleo en los cuentos infantiles es máximo, alcanzando el paroxismo de la gilipollez la factoría Dysney. El buen Perrault no calibró lo suficiente la situación. De todos modos, como la naturaleza es sabia, de vez en cuando un par de niños arrancan los ojos a sus idiotas muñecas. Es la reivindicación del bosque.


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